
Como hemos comentado anteriormente, el problema actual de la COVID-19 no es su prevalencia y mortalidad, si no las secuelas que deja una vez pasada la enfermedad, y que se extienden más allá del año post-COVID-19.
Entre los síntomas neurológicos post-COVID-19, la fatiga, que afecta a cerca del 95% de los casos, y los trastornos del sueño, ocupan un lugar prominente. La pandemia COVID-19 afectó de manera significativa a la calidad del sueño durante el período de reclusión pero, más allá de recuperar una adecuada calidad del mismo, durante la fase posterior, y en aquello pacientes que sufrieron la enfermedad, los trastornos el sueño persisten en un porcentaje elevado de los mismos. La mala calidad del sueño, junto con la fatiga, se asocian al aumento de gravedad de la depresión, ansiedad, y estrés post-traumático. Asimismo, pérdida de memoria, de concentración, cefaleas, desorientación o confusión, e incluso síndrome obsesivo-compulsivo, acompañan al problema de sueño es esos individuos. El insomnio llega hasta un 50% de los pacientes post-COVID-19 al año de pasar la enfermedad. La duración del sueño y su eficiencia son las características más prominentes, resultando la primera en una duración menor de 7 horas en el 50,8% de los sujetos, y una reducción de la segunda en un 55,4%.
Las causas de este trastorno del sueño no están claras, aunque el estrés ocasionado por la enfermedad y la reclusión durante la pandemia, las alteraciones de los hábitos de sueño y de las normas de higiene de sueño, están entre las posibles causas.
Por otro lado, y desde el punto de vista fisiológico, el sueño es un ritmo circadiano controlado por el reloj biológico central a través de la producción diaria de melatonina. Es la melatonina que, cuando empieza a elevarse a la caída de la tarde, un proceso llamado DMLO (Dim Light Melatonin Onset, es decir, inicio de la producción de melatonina al disminuir la luminosidad), va a marcar el inicio del sueño unas horas más tarde. Lo que ocurre es que la infección durante la COVID-19 da lugar a, entre otras cosas, una producción excesiva de moléculas proinflamatorias llamadas citoquinas, algunas de las cuales bloquean dicho reloj biológico, impidiendo así la producción normal de melatonina y el consiguiente trastorno del sueño. Este es un proceso típico de cronodisrupción que, como se indica en la figura, retrasa el inicio del sueño y su mantenimiento, ya que los niveles nocturnos de melatonina están también bajos.

Se sabe que, durante el sueño normal, se ponen en marcha unos mecanismos de reparación celular en el cerebro, consistentes en eliminar del espacio interneuronal todas aquellas deshechos metabólicos y celulares producidos durante la función normal del del mismo, y este proceso de limpieza se relaciona con la mejor de los procesos cognitivos de consolidación de la memoria y mejora en la atención y aprendizaje posteriores (sueño y reparación). Además, la falta de sueño induce activación de la microglía, que son células inmunitarias que fagocitan, es decir, destruyen neuronas, lo que aumenta la susceptibilidad cerebral a otras patologías, como pudiera ser la enfermedad de Parkinson, que comentaremos en otra ocasión (sueño y neurodegeneración). En definitiva, parece que el trastorno de sueño post-COVID-19 está relacionado con un proceso de cronodisrupción, lo que permite evaluar primero y tratar después para reparar el reloj biológico y restablecer el estado normal del ritmo sueño/vigilia. Aquí la melatonina, como modular fundamental del sueño y regulador del reloj circadiano, es la terapéutica esencial para este tipo de trastornos.